Este 2020 era, debería haber sido, un año trascendental en la historia del tenis. Los aficionados se frotaban las manos ante lo que estaba por venir, con alicientes más que de sobra sobre la mesa. Ninguno, en cualquier caso, como el doble interrogante que rodea a la encarnizada lucha del Big Three por el trono de todos los tiempos y la estoica cruzada de Serena Williams por igualar el récord de 24 grandes que posee la australiana Margaret Court desde 1973. Arrancó el curso en Melbourne, y allí atacó Novak Djokovic y volvió a deshacerse la estadounidense. Después, lo indeseado. La pandemia y el surrealismo. El calendario saltando por los aires.
En términos económicos, lo lamentan aquellos jugadores cuyos ingresos dependen exclusivamente de viajar de un lado a otro y jugar torneos; es decir, la gran mayoría. En clave cronológica, sin embargo, el desbarajuste señala a dos grandes damnificados: Serena y Roger Federer. El reloj no perdona, se agotan las balas y ambos, nacidos en 1981 y peloteando todavía en medio de un ejército de jóvenes, empiezan a divisar más y más cerca la cuarentena. El parón trastabilla a todo el mundo, sin excepción, pero se interpreta como un proyectil en toda regla contra la esplendorosa trayectoria de los dos grandes tótems de los veinte últimos años, a los que lógicamente se les acaba la mecha.
Pasan los días, desaparecen los eventos y el horizonte es incierto. “Todos van en el mismo bote, pero para unos será más difícil que para otros. Para ellos [Federer y Serena], el tiempo no es su amigo. Así que, básicamente, este año han perdido su oportunidad”, sostiene Martina Navratilova, ganadora de 18 Grand Slams.
Cuando se anunció el traslado de Roland Garros de mayo a septiembre, muchos pensaron que la jugada la había salido redonda al suizo, quien hace un tres meses se operó de la rodilla derecha y pretendía desembarcar directamente en Wimbledon. A priori, gracias al inverosímil giro de los acontecimientos y el aplazamiento de París, iba a llegar allí sin haber encajado otro hipotético triunfo de Rafael Nadal en la Chatrier, por lo que dispondría de su gran oportunidad; dada su edad –el 8 de agosto celebrará 39 años–, quién sabe si la última. A estas alturas, resulta obvio que Londres es el escenario marcado en rojo por él, pese a que el curso pasado sufriera un golpe monumental ante Novak Djokovic en la final de la La Catedral.
El suizo: quirófano y las largas distancias
No eleva Federer eleva un major desde enero de 2018, en Australia, y los grandes sobre cemento se le hacen ya excesivamente largos. Ha encallado en los 20 slams que ahora amenazan Nadal (19, 33 años) y Nole (17 y 32), y el All England es su bastión. “Devastado”, reconoció a través de sus redes sociales nada más anunciarse la cancelación irremediable de Wimbledon. Adiós a su jardín, y adiós también, de momento, a sus quintos Juegos Olímpicos, ya que Tokio deberá esperar igualmente un año. En la japonesa Uniqlo, firma textil que le abonará 300 millones de euros en la próxima década, se echan las manos a la cabeza puesto que su gran imagen de marca llegaría el año que viene a la cita olímpica con casi 40 años, y desconocen en qué estado.
Hasta 2016, cuando tuvo que hacerse la primera artroscopia en la rodilla derecha, Federer nunca había pasado por un quirófano. En cuatro años lo ha hecho dos veces. “La pregunta que debería hacerse a sí mismo es cómo de motivado estará para afrontar otra temporada. A su edad cuanto menos juegas más difícil se hace volver. Creo que, después de este parón, llegará una nueva era y difícilmente podrá Roger ganar uno o dos Grand Slams más”, opina hace unos días el australiano Todd Woodbridge, nueve veces campeón de Wimbledon en dobles.
En una tesitura similar se encuentra Williams. El próximo 26 de septiembre, la norteamericana cumplirá 39 años y desde el punto de vista físico se rebela contra una fase crepuscular. Interviene también a la carta, acotando casi exclusivamente sus apariciones a los grandes torneos, y ya efectuó un esfuerzo extraordinario para regresar a las pistas hace tres temporadas, después de estrenar maternidad. Desde entonces, febrero de 2017, la estadounidense ha ido chocando contra un muro. En los ocho grandes que ha disputado ha firmado cuatro finales, pero falló en todas ellas: dos en Wimbledon (frente a Angelique Kerber y Simona Halep) y otras dos en Nueva York (Naomi Osaka y Bianca Andreescu). Aún tiene pólvora, pero no le alcanza.
La ansiedad y el enigma físico
“Siento mucha ansiedad por todo lo que estamos viviendo”, confesó tras la suspensión de la gira norteamericana en dura. “En shock”, lamentaba tras conocer la semana pasada la de Wimbledon, su territorio más prolífico (siete trofeos) junto a Melbourne. “Este descanso forzado no es bueno para ella ni para las otras veteranas. El no competir durante unos meses [la actividad se ha detenido oficialmente hasta el 13 de julio] no le ayudará. El año pasado estaba convencida de que lograría ganar otro grande, pero ahora empiezo a pensar que es más difícil que lo consiga”, expone la exjugadora Barbara Schett, hoy día analista en el canal Eurosport.
“Estar tanto tiempo parada puede ser letal. Si en los próximos meses no puede jugar un par de slams [siguen en pie el US Open y Roland Garros, pero no hay certeza de que vayan a celebrarse], la posibilidad de alcanzar a Court, en términos numéricos, podría desaparecer por completo. A su edad, y no estoy siendo irrespetuoso, queda por ver si su cuerpo aguantará”, analiza en la prensa australiana el exjugador John Fitzgerald, excapitán de la Copa Davis y en su día número uno en dobles, en una corriente escéptica que recorre el circuito, ya que Serena ha logrado sobreponerse al hándicap de los años alcanzando esas finales, pero en todas ellas fue víctima de su propia dimensión histórica.
Conforme se descompone el calendario, crecen las sospechas de que difícilmente se podrá reanudar la marcha en el tenis, deporte global donde los haya. Mientras tanto, Federer pelotea elegantemente en un murete de su residencia para no perder la magia –solo cinco semanas después de la operación ya había cogido la raqueta– y Serena se divierte en el show de Jimmy Fallon, sin quintar un ojo a su hija Olympia. Y, en paralelo, el tiempo y el virus, que no entienden de estatus, no juegan a favor de ninguno de los dos.