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En el reino de los camajanes

Por Jesús Rojas

No es usual que la palabra camaján abunde con frecuencia en las páginas de los diccionarios de uso práctico. La razón, entre otras, podría ser que muchos de los autores intelectuales de dichas obras caigan sin querer queriendo en la definición que describe a dicha especie. Ello no significa que sean todos los que están ni que estén todos los que son, con el respeto que merecen casos particulares.

Sin embargo, en el contexto general de las sociedades, entidades, organizaciones, grupos, sindicatos, colegios, coros, iglesias, partidos, choferes, burócratas, periodistas, ideólogos, intelectuales y hasta en grupos esotéricos de alto vuelo, el camaján no brilla por su ausencia. Por el contrario, sus caretas de diablo cojuelo son infinitas. Ellos constituyen sus escenarios ideales para pretender obtener lo que se proponen con tal de sustraer, arrebatar, boicotear o empañar el mérito ajeno a falta del propio.

La Real Academia Española define al camaján o camajana como masculino y femenino coloquial de Colombia y Cuba. Los describe en dos acepciones como “persona holgazana que se las ingenia para vivir a costa de los demás”; y/o “persona que con astucia sabe sacar provecho para si de una situación.” En una frase más sacra, se trata de ir ganando indulgencias con escapulario ajeno a fuerza del descrédito, la desinformación y otras artes mañosas de muy mala reputación.

Indulgencia es la disposición de perdonar o dispensar las culpas; mientras que escapulario, del bajo latín scapularia, es objeto que “cuelga de hombros, parte del hábito de muchas congregaciones, trocito de tela o medalla de la Virgen del Carmen, colgada del cuello, según define el diccionario Grijalbo práctico de la lengua española. En el argot popular dominicano sería un azabache, una mano negra diminuta con forma de puño cerrado, para proteger a los recién nacidos de los ojos malévolos de los espíritus envidiosos; es decir, del llamado mal de ojo, antigua creencia muy generalizada entre vecinos del campo.

En el palíndromo de la vida, leído al derecho o al revés o hasta que se seque el malecón, existe una décima de autor desconocido de la España medieval donde se describe a los camajanes con precisión sideral y cuyas estrofas marchan así: “Todos hablan sin saber/quien más calla, éste lo sabe/en lo posible no cabe/penetrar lo que ha de ser/mucho se ve disponer/en esta ocasión presente/nada se sabrá, es patente/de lo que se haya tratado/hasta que el golpe esté dado/inténtelo quien lo intente.”

El camaján moderno no ahorra en esfuerzos para lograr su cometido. Su enciclopedia de engaños y falsedades es extensa. Uno de sus ardides consiste en “armar el muñeco” o coartada para cubrir su fechoría, la mayoría de las veces lejos de la transparencia de la buena fe, y por lo general encubierta con el manto del misterio, la oscuridad, la pseudo importancia y el rasgado de las vestiduras, las que suele cubrir con el perfume impecable de la hipocresía, el síndrome de la víctima o del protagonismo impenitente; siempre en primera fila y en primera persona. Con frecuencia olvidan que los imprescindibles suelen tener tres destinos: el hospital, la cárcel o el cementerio.

No imaginamos un mundo imperfecto sin holgazanes ni astutos. Sin camajanes ni camajanas. No porque resulten necesarios o imprescindibles, a su modo de ver; sino porque sería uno muy aburrido. No darían colorido al libreto de la vida, al imaginario popular en sus versiones de drama, pasión y tragicomedia al estilo intenso del teatro griego o romano, bautizados ahora como “celebrity show”. Les resulta casi imposible comprender que la vida es una muerte lenta y la hipocresía un homenaje que el vicio rinde a la virtud. Dios los perdone y nos libre del reino de los camajanes…

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