La pasajera proveniente de España que Sonia Sánchez recogió en el aeropuerto de Bogotá en marzo no parecía sentirse bien.
Tosió durante un viaje del servicio Uber en su pequeño Chevrolet Spark rojo, sentada a su lado, una precaución que toman muchos choferes para evitar llamar la atención –y ser hostigados– por la policía.
A los pocos días, Sánchez, madre de dos hijos, tenía fiebre alta. Tres semanas después, estaba muerta. Fue la primera víctima fatal del coronavirus en el barrio Kennedy, un sector pobre de la capital que ahora es un foco de contagios.
“Lo único que pudimos tener en las manos fue las cenizas de ella”, dijo su hermano Oscar Sánchez.
La historia de Sonia Sánchez refleja un fenómeno que se viene dando en los países en desarrollo de América Latina y de otras regiones del mundo: El virus es llevado a esas naciones por gente generalmente pudiente o visitantes procedentes de Europa y Estados Unidos y ahora se concentra sobre todo en barrios pobres cuyos residentes tienen pocos medios para protegerse.
“Las epidemias no son nada democráticas”, expresó Diego Armus, profesor de historia latinoamericana del Swarthmore College de Pensilvania. “Lo sabemos porque los que más la sufren son sobre todo los pobres”.
En las grandes ciudades de la región, desde Bogotá hasta Sao Paulo, Buenos Aires y Santiago de Chile, las infecciones surgieron hace unos tres meses en los barrios de clase alta. Informes de esas municipalidades indican que en muchos de esos sectores se ha podido contener el virus, en buena medida porque sus residentes pueden encerrarse y trabajar desde sus casas o vivir de ahorros mientras dura la crisis.
El virus tardó en llegar a los barrios más humildes de esas ciudades, pero ahora está proliferando en zonas densamente pobladas y los hospitales están abrumados. En Kennedy había pocas infecciones a fines de marzo, semanas después de que se confirmase el primer caso en Bogotá, pero ahora hay más de 2.000 contagios, más que en ninguna otra parte de la ciudad.
La migración del mal desde los sectores ricos a los pobres se repite en otros rincones del mundo. En Sudáfrica, por ejemplo, al principio afectó a unos pocos cientos de personas que habían viajado a Europa. Ciudad del Cabo, que atrae mucho turismo internacional, tienen ahora más de la mitad de los casos confirmados y sus barrios pobres son grandes focos de contagio. El fenómeno es particularmente notable en América Latina, la región más desigual del mundo después del sub-Sahara africano.
Sonia Sánchez tenía 53 años. Había nacido en el interior y se había criado en Bogotá. Durante buena parte de su vida vendió electrodomésticos. Cuando Uber llegó a Colombia en el 2013, decidió probar fortuna y le alquiló un vehículo a una conocida. Casi siempre les pedía a los pasajeros que se sentasen adelante, a su lado, para evitar situaciones incómodas en un país donde Uber tiene un status legal poco claro.
Lo que ganaba le permitió alquilar un pequeño departamento cerca de Kennedy y ayudar a mantener a sus hijos.
Colombia anunció su primer caso de coronavirus el 6 de marzo: Un joven de 19 años que había estado estudiando en Milán. Si bien la crisis cobraba fuerza en Europa, parecía algo muy lejano en Colombia. Y Sonia no se preocupó demasiado cuando la paciente que recogió el 10 de marzo tosió en su vehículo.
Eso cambió pocos días después, cuando le subió la fiebre.
“Lo intuyó”, dijo su hermano Oscar.
Le pidió a su familia que no se acercase a ella.
En la Cruz Roja y en un hospital se negaron a verla y tuvo que esperar otra semana antes de recibir tratamiento. A esa altura ya le constaba respirar.
“¿Será que voy a morir?”, le preguntó a su hermano en un mensaje de texto.
En abril se repetían estas historias en Argentina, Chile, Brasil y México.
En Buenos Aires, el 48% de los casos se concentró al principio en cuatro de los barrios más exclusivos de la ciudad. Desde entonces, los contagios en uno de los barrios de moda, Palermo, subieron de los 40 de principios de abril hasta 135 en mayo. Pero en el barrio de Flores, más humilde, pasaron de unos 20 a 435.
Las ciudades grandes de Brasil, epicentro del brote en América Latina, registran una dinámica parecida. El primer caso de Sao Paulo fue el de un hombre de 61 años al que le diagnosticaron el virus a fines de febrero. Había estado en la Lombardía, región italiana muy golpeada por la pandemia. Fue atendido en uno de los mejores hospitales del barrio exclusivo de Morumbí. Los contagios aumentaron allí, pero varios de los incrementos más pronunciados se produjeron en los barrios de clase obrera.
En América Latina se encuentran cinco de las 30 ciudades más grandes del mundo, las cuales están muy segregadas. Los pobres viven en condiciones propicias para la propagación del coronavirus. Varias personas comparten viviendas pequeñas y muchas no pueden acatar las cuarentenas porque deben salir a trabajar o a comprar comida.
“El virus este nos está matando a todos acá”, se quejó Ramona Medina, de 43 años y quien vivía en la Villa 31, el barrio marginal más viejo de Buenos Aires, durante una entrevista con la Associated Press a principios de mayo. Medina falleció dos semanas después por el virus.
A medida que más y más gente se contagia, los hospitales de sus barrios se ven abrumados. En el Hospital Arzobispo Loayza del centro de Lima, decenas de pacientes duermen en sillas de ruedas y a veces hasta comparten tanques de oxígeno, según un informe del defensor del pueblo. En el hospital de Bogotá donde se detectó el primer caso, solo el 5% de las camas de la unidad de cuidados intensivos están ocupadas en estos momentos. En Kennedy, en cambio, las UCI de dos de los hospitales más grandes de Bogotá funcionan al 80% de su capacidad.
En la mayoría de la gente, el coronavirus causa síntomas leves o moderados. Pero en algunos casos, sobre todo en ancianos y en personas con problemas de salud, puede causar enfermedades graves y la muerte.
“La enfermedad aparece aquí de manera muy estratificada socialmente”, expresó Marcelo Mella, profesor de historia de la Universidad de Santiago de Chile. “Creo que es una visibilización dramática de una condición histórica”.
En 1961, el presidente de Estados Unidos John F. Kennedy ayudó a instalar los primeros ladrillos del barrio que hoy lleva su nombre. El plan original contemplaba 126.000 residentes. Se calcula que hoy hay 1,5 millones.
Los médicos del Hospital Kennedy, el centro de salud público más grande de la zona, dicen que años de tratar heridas de bala, lesiones por agresiones y una buena cantidad de males crónicos hacen que estén bien preparados para hacer frente a los complicados casos de coronavirus.
Pero los pacientes del Kennedy incluyen a algunos de los habitantes más vulnerables de la ciudad, como Dionis Palacios, un migrante venezolano de 18 años que no tiene seguro médico. Fue al hospital tras sentir dolores en el pecho y dice que lo sorprendió la cantidad de camas ocupadas.
“Los hospitales están en colapso total”, comentó.
El personal del Kennedy se ha estado quejando en las últimas semanas, diciendo que no tienen suficientes tapabocas ni equipo protector. La misma queja se escucha en todo el país.
Sonia Sánchez pasó la última semana de su vida en un respirador en el Hospital Kennedy.
Luego de su muerte, su familia organizó una conferencia con video para hablar de ella. Su hermano se conmueve pensando que se pasó los últimos días en un hospital, sola. Y que fue llevada sola a un crematorio.
No siente rencor hacia la pasajera que su familia cree que la infectó, pero se pregunta: “¿Con quién más se cruzó?”